zapatillas o escoria
Bruno Marcos
Le vi desde el coche. Caminaba por el puente que lleva a la estación arrastrando una maletita con dos ruedas. Elevaba el mentón al tiempo que tiraba del minúsculo petate y, por un momento, creí observar que movía los labios como si hablase solo o hacia el cielo. Es el hombre que me ha hecho la llamada telefónica más desagradable de mi vida.
Ya, de entrada, yo siempre he desconfiado de ese aparato. A la cháchara indispensable aquejada de un horror vacui inconmensurable hay que añadirle mi voz, tan agravada desde la adolescencia. Durante mucho tiempo tuve que soportar el chiste de la voz de ultratumba cada vez que me ponía al aparato, seguida de la disculpa -no pedida- por haberme despertado. A cualquier hora del día que cogiera el dichoso aparato todo el mundo me preguntaba si me había despertado de algún profundo sueño.
A todo eso hay que sumar la angustia de tantas cosas que se viven proyectadas por sus hilos, no ya sólo las desgracias o los fracasos que usan esa vía para ser comunicadas y propagadas, sino también las esperas de llamadas de las chicas que te gustaban y que no se producían, o la tensión que acumulabas cuando, armado de valor, al fin, telefoneabas para no hallarlas y tenías que esperar y asistías al fenómeno sobrenatural del alargamiento del tiempo mientras al dichoso aparato no le diera por salir de su indiferente sueño con su desagradable timbreo.
El caso es que me habían invitado a hablar sobre las letras de nuestro reino y yo había aceptado viendo lejano en tiempo el hecho. Pero, cuando llegó el momento, un tanto perezoso ante el desplazamiento, les pregunté si podía ser que hablase yo de tarde y si se contemplaba algún tipo de remuneración. De forma que un tal Placells, que resultó ser quien dirigió al final la cosa –y que estaba por debajo de quien me invitó-, estuvo aterrorizándola a ella una mañana entera con malhumoradas llamadas hasta que llegué yo. Cuando me puse al teléfono, sin ira ni desprecio, me preguntó quién era, si nos conocíamos y, cuando se cercioró de que no le podría pasar nada si me maltrataba, comenzó a despotricar sobre mis exigencias, que de todo punto le parecían insólitas, y me ofreció, por toda compensación y como si estuviéramos en la postguerra, unirme, si quería, a una comida que daban. Como vio que aún no me enfadaba dijo: “ además su texto, Los niños de no sé qué... no está por ningún sitio... –añadiendo, Dios sabe por qué- y tú estás ya en tu casa y yo aquí todavía trabajando...” Entonces le dije en tono alto que no me interesaba ir y me despedí colgándole no sin antes oír como se volvía muy amable y comprensivo con mi rechazo, con lo cual deduje que lo que quería era provocarme. Le debo haber descubierto ese gesto sublime, entre teatral y simbólico, de colgarle el teléfono a alguien, que, en asuntos más pedestres, ya vengo practicando unas cuantas veces.
A los pocos días me vi con el comisario y le pregunté por este tal Placells, ya que era profesor como él, a pocos metros, en la misma universidad. Le narré lo sucedido y me contó que a él, cuando no sabía que era profesor, le había tratado como a una zapatilla y, después, al percatarse sagazmente de que lo era, le imploraba su colaboración en los mil y un congresos, cursos y cursillos que hacía, proyectaba, desproyectaba y deshacía. Lo más curioso de tan cenizo personaje era que, en su despacho, estaba rodeado de siniestras fotos en las que aparecía él mismo aureolado de prebostes de la literatura como Gonzalo Torrente Ballester u otros. De lo que no se da cuenta este patético Placells –y no lo digo por mí, aunque quién sabe- es que, tal vez, entre esas personas a las que trata como escoria quizás estén los Torrente Ballester del futuro, con los que escorias como él querrán ser retratados, y que, aunque las zapatillas o la escoria sólo lleguemos a ser zapatillas o escoria, tratándonos así, la escoria es él.
Le vi desde el coche. Caminaba por el puente que lleva a la estación arrastrando una maletita con dos ruedas. Elevaba el mentón al tiempo que tiraba del minúsculo petate y, por un momento, creí observar que movía los labios como si hablase solo o hacia el cielo. Es el hombre que me ha hecho la llamada telefónica más desagradable de mi vida.
Ya, de entrada, yo siempre he desconfiado de ese aparato. A la cháchara indispensable aquejada de un horror vacui inconmensurable hay que añadirle mi voz, tan agravada desde la adolescencia. Durante mucho tiempo tuve que soportar el chiste de la voz de ultratumba cada vez que me ponía al aparato, seguida de la disculpa -no pedida- por haberme despertado. A cualquier hora del día que cogiera el dichoso aparato todo el mundo me preguntaba si me había despertado de algún profundo sueño.
A todo eso hay que sumar la angustia de tantas cosas que se viven proyectadas por sus hilos, no ya sólo las desgracias o los fracasos que usan esa vía para ser comunicadas y propagadas, sino también las esperas de llamadas de las chicas que te gustaban y que no se producían, o la tensión que acumulabas cuando, armado de valor, al fin, telefoneabas para no hallarlas y tenías que esperar y asistías al fenómeno sobrenatural del alargamiento del tiempo mientras al dichoso aparato no le diera por salir de su indiferente sueño con su desagradable timbreo.
El caso es que me habían invitado a hablar sobre las letras de nuestro reino y yo había aceptado viendo lejano en tiempo el hecho. Pero, cuando llegó el momento, un tanto perezoso ante el desplazamiento, les pregunté si podía ser que hablase yo de tarde y si se contemplaba algún tipo de remuneración. De forma que un tal Placells, que resultó ser quien dirigió al final la cosa –y que estaba por debajo de quien me invitó-, estuvo aterrorizándola a ella una mañana entera con malhumoradas llamadas hasta que llegué yo. Cuando me puse al teléfono, sin ira ni desprecio, me preguntó quién era, si nos conocíamos y, cuando se cercioró de que no le podría pasar nada si me maltrataba, comenzó a despotricar sobre mis exigencias, que de todo punto le parecían insólitas, y me ofreció, por toda compensación y como si estuviéramos en la postguerra, unirme, si quería, a una comida que daban. Como vio que aún no me enfadaba dijo: “ además su texto, Los niños de no sé qué... no está por ningún sitio... –añadiendo, Dios sabe por qué- y tú estás ya en tu casa y yo aquí todavía trabajando...” Entonces le dije en tono alto que no me interesaba ir y me despedí colgándole no sin antes oír como se volvía muy amable y comprensivo con mi rechazo, con lo cual deduje que lo que quería era provocarme. Le debo haber descubierto ese gesto sublime, entre teatral y simbólico, de colgarle el teléfono a alguien, que, en asuntos más pedestres, ya vengo practicando unas cuantas veces.
A los pocos días me vi con el comisario y le pregunté por este tal Placells, ya que era profesor como él, a pocos metros, en la misma universidad. Le narré lo sucedido y me contó que a él, cuando no sabía que era profesor, le había tratado como a una zapatilla y, después, al percatarse sagazmente de que lo era, le imploraba su colaboración en los mil y un congresos, cursos y cursillos que hacía, proyectaba, desproyectaba y deshacía. Lo más curioso de tan cenizo personaje era que, en su despacho, estaba rodeado de siniestras fotos en las que aparecía él mismo aureolado de prebostes de la literatura como Gonzalo Torrente Ballester u otros. De lo que no se da cuenta este patético Placells –y no lo digo por mí, aunque quién sabe- es que, tal vez, entre esas personas a las que trata como escoria quizás estén los Torrente Ballester del futuro, con los que escorias como él querrán ser retratados, y que, aunque las zapatillas o la escoria sólo lleguemos a ser zapatillas o escoria, tratándonos así, la escoria es él.
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